miércoles, 7 de septiembre de 2011

Enhorabuena Polly

Mi padre tiene cientos de historias sobre cómo algunos discos entraron en su vida. De los Stones en bachiller, de Black Sabbath... La que más me gusta es esa en la que mi padre está en la cama, leyendo el periódico y escucha algo que le gusta en la radio. Deja el periódico y llama de inmediato a la emisora. Era Oil On Canvas de Japan. No sería hijo de mi padre si no tuviera batallitas similares.

Recuerdo perfectamente ese crudo octubre en el que el único disco potable de Korn, el primero y tal vez único disco bueno que tengan, me golpeó en la cabeza. Una noche que me dejó una peli de vampiros en los fallecidos Principe de Viana y una borrachera brutal. No son circunstancias extraordinarias, lo sé. Sencillamente me acuerdo.

Escuché a PJ Harvey por primera vez en febrero del 2004. El mismo sábado que pisé por primera vez la Universidad de Navarra. Había vomitado de los nervios. Muy de mañana, tenía la prueba de acceso a Comunicación Audiovisual y por la tarde, tenía que pasar una prueba oral. Un auténtico trago. Salí relativamente pronto de la Facultad, habiendo lanzado un órdago sin quererlo. Y aunque no lo sabía, había conocido no sólo a varios de mis futuros colegas, sino a mi Pepito Grillo académico durante esos años, Alberto.

Llegué a casa y la comida ya me entraba. Comí y me quedé dormido, curándome del pequeño trauma. Ya era de noche cuando me desperté, aunque las tiendas todavía estaban abiertas. Me dí un paseo hasta el Supermercado del Cassete. Una tienda que cerró al poco tiempo, en la que encontrabas verdaderas joyas. Y en mis manos cayó el Stories from The City, Stories from The Sea. No esperaba mucho, pero nunca había oído nada de PJ Harvey. Pagué y volví al hogar.

Me quedaba poco tiempo para que mis amigos ocuparan el salón para cenar, aprovechándose de que estaba solo. Sin demasiado entusiasmo, le quito el plástico al disco y lo pongo en la cadena. Sencillamente flipé. Mi cuadrilla llegó armando bronca en menos de siete canciones. Y me vi a mí mismo, sacando al borde que a veces llevo dentro diciendo “¿Queréis callar de una puta vez? Intento escuchar algo de música.

Me las daba de duro entonces. De oscuro. Y en realidad picoteaba a los Smiths y no me disgustaban cosas más blanditas. Y antes de que Uh, uh, Her saliera, coincidiendo con los últimos coletazos de Segundo de Bachiller, había devorado, empollándome como para Selectividad, todos sus discos.

Tenía dieciocho añitos y aunque en aquel entonces hacer música para mí, era gritar tan fuerte como me permitiera la garganta y subir el volumen del ampli hasta que hiciera daño, ya estaba marcado. Y aquella bruja de físico bizarro pero atractiva, capaz de ofrecerte un dulce y cocinarte en el caldero en la misma canción, dejó la semilla de otro Pablo que hace música. El Pablo de hoy.

Maduras, como no. Hoy ya soy una persona con su sueldo, pareja estable y vida propia. Hace cuatro años, viajando solo a Barcelona para ver a Police, me encontré viendo el paisaje y escuchando White Chalk, acordándome de esa Polly vestida a lo Orgullo y Prejuicio que tocaba el piano meses atrás en un festival. Uno de los días más alucinógenos de mi vida. Y mientras lo oía, pensaba en la PJ que vi con tacones fosforitos y vestido amarillo canario en el Apollo de Hammersmith, en Londres, con mi madre, el mismo año que me estrené en su música. Pasaban las horas en el bus y aunque White Chalk me gustaba, no terminé de entrar en él. No era esa PJ agreste y salvaje de 50ft Queenie. Ni la que aullaba en The Dancer. Ha sido hoy, escribiendo, cuando me he dado cuenta:  a sus cuarenta y dos tacos, ella también ha madurado. Todo el mundo tiene derecho, ¿No?

Hace diez años, mientras se derrumbaba el mundo, PJ Harvey recibía la noticia de que ganaba el Mercury Prize por ese Stories from The City  que me fascinó, convirtiéndose en la primera mujer en ganar el premio. Ayer, diez años más tarde, volvió a ganarlo por Let England Shake, convirtiéndose en la única persona que lo ha ganado dos veces. Reconozco que no he digerido aun del todo este último trabajo. Y desde luego, no soy una persona imparcial con esta señora. Tal vez, sólo quede algo por decir: ¿Te vemos ahí en otros diez años?


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