viernes, 13 de julio de 2012

Curados de espanto.


Robert Smith es un tío de mundo interior. Muy delicado. En las tres horas largas de concierto no maltrata en ningún momento a sus guitarras. No rompe nada en el suelo del escenario y ni siquiera en los momentos al borde de la masa crítica se emociona hasta el extremo. Se dedica a sacar ultra sonidos de canto de delfín envueltos en esa cálida oscuridad que a veces es The Cure. Mi padre llamaba a Charlie Watts el Vizconde de la Batería. Y por esa regla de tres, Robert a veces se merecería un Título Nobiliario en la Guitarra. Aunque sólo a veces.

¿Y qué decir? A las once y pico de la noche, ayer, el público estaba mosqueado. No era para menos, las horas pesaban y el plato fuerte del primer día de esta edición del BBK Live empieza con mucho retraso por un problema técnico. Pero ahí está nuestro Amo y Señor de las Seis cuerdas dispuesto a meterse al público en el bolsillo (y ahí me incluyo) con tres viejas glorias tocadas a pelo con guitarra acústica para disimular el percal. Si el concierto hubiese seguido las expectativas se me hubiera caído la baba. Pero otra vez, nos quedamos en el “Casi”.

Empezando por sobrada maratón de treinta y muchas canciones que algunas veces se vuelven cansinas y metidas con calzador en el setlist. Está bien dar una de cal y otra de arena, pero un concierto que requiere un saber enciclopédico de la banda, no es lo más apropiado para un festival. Y menos a esas horas.

Siguiendo por el enemigo afilado que pueden ser los teclados (por cierto, el motivo del retraso) en muchos bolos. Un instrumento que da la atmósfera adecuada en puntos concretos, pero que convierte a otros tantos temas en la banda sonora perfecta para el tren chu chu de las barracas. Y cuando tus oídos se afinan al reconocer las primeras notas de una canción tan notable como “A Forest”, no esperas nada que joda la apoteosis.

Además, la “delicadeza extrema” de Robert Smith a ratos se vuelve empalagosa. Y este ser humano de pelo de araña y cuerpo de oso, puede convertirse en el amigo al que quieres pero que cansa al rato. Y caballero, igual que Ozzy Osborne se ha convertido en la sombra con forma de chiquito de la calzada de una leyenda del rock, usted debería considerar dejarse de miradas perdidas y gestitos. No es un adolescente.

A las horas, ya hoy, esperando al autobús de vuelta a casa me siento frío por dentro y por fuera. Y con la sensación de “Bien, pero me ha faltado gas”. Mucho poderío. El poderío que sentí hace cuatro años al ver a The Cure en Madrid, con el que casi me sentí a punto de pedir que me hicieran un pequeño Smith. De discazos como Bloodflowers, con un hostión sónico en plena cara de los que ya podemos olvidarnos. Del brío, joder, de tocar los temas que te han hecho famoso con garbo y no por cumplir.

Lo dicho, otro “Bien, pero…” en la lista que me deja con grandes cumbres, pero también con grandes bostezos. Y aunque siempre sea un gusto ver a esta banda, me quedo con ese regusto a memorable… mente flojo.

lunes, 2 de julio de 2012

De vuelta a Oz, con paradas en el tiempo...


Escribo muy entrada la noche. Puede que sin sueño o por la vida de cangrejo ermitaño, con la casa a cuestas, de los últimos días. Tal vez por las dos cosas, aunque hoy duerma en mi cama. Pero es que esta madrugada viajo en el tiempo.

Y un poco mareado, de paseo en un agujero de gusano, hago paradas. Paradas en lo reciente y en lo lejano. En lo obvio y en lo borroso. Aunque siempre teniendo presente que todo tiene relación.

Para la primera marca en el tiempo no tengo que retrasar mucho el reloj. Estamos a viernes, hace tres días, y con tu operación todavía reciente. Un cirujano te dice que pareces triste, que tus ojos son tristes. Y no es para menos. Lo que grita todo lo padecido en treinta y siete días no es tu cuerpo. Son tus ojos.

Vuelvo unos cuantos viernes atrás, cuatro, cuando tus ojos no estaban preocupados, sino que dejaban un rastro de lágrimas de tu casa a Madrid con un falso final y un mes largo de incertidumbre y días eternos. Y nadie mejor que tú sabe, que en una habitación de hospital, el tiempo, es un concepto muy relativo.

Un salto mortal y me planto en 1939, con Judy Garland cantando a ese lugar más allá del arco iris por primera vez cuando se estrena El Mago de Oz. De ahí a 1973, con Pink Floyd reinventándose Oz en The Dark Side Of The Moon.

Décadas más tarde, Irki, la hija de unos amigos de mis padres ve a la bruja del oeste derretirse en el salón de mi casa con la fascinación y el morbo de contemplar algo que acojona entre sus manos de cuatro años, que le ocultan la cara.

Y puede que mientras esa cinta de video con El Mago de Oz, corría allá por los primeros noventa, en mi antigua casa, el futuro de Syd Barrett, antiguo miembro de Pink Floyd, ya estuviera sellado. Syd no piso la cara oculta de la luna. Al menos directamente. Y murió solo, diabético, triste y loco hace seis años.

Vuelvo a la víspera de tu tercera y definitiva hospitalización y trasteando con la guitarra, fantaseo con un blues sórdido sobre la bruja del oeste. Y me encuentro con otro tornado que se llevó mi casa, como la de Dorita de Kansas a otra parte.

Y ese tornado me lleva a dormir en una habitación devastada, con tus recuerdos, tus fotos, tu ropa, tu perra Laika... Tu olor. Y a la que se le ha arrancado lo más importante: escuchar tu respiración mientras descansas. Como ese veintiuno de mayo, con la sensación heladora de recoger nuestras cosas del cuarto humilde de ese hostal del que yo me largaba y en el que había empezado tu infierno privado horas antes. Este último viaje quema por dentro.

Y de vuelta a mi habitación me pregunto: "¿Ha pasado todo eso?" Y la respuesta es: claro, la prueba es que a día de hoy sigues en el hospital, descansando y recuperándote. Y que a pesar del incordio, de las noches de sillón, el coñazo de las tomas de temperatura a deshoras y a veces a traición o del ronroneo de la máquina de nutrición asistida, todo, susurra una misma palabra: victoria. Y has ganado.

Sin querer volver a viajar más, por hoy, vuelvo un momento la cabeza y veo a Syd Barrett de nuevo, a unos pasos. Y creeme si te digo, que mi dolor no ha dado las mismas puñaladas tangibles que el tuyo, pero también he sufrido.

Sufrí con verte sufrir, a veces, sin necesidad. Y ese dolor, cariño, también es muy fuerte. Lo suficiente como para haberme sentido caer en las mismas manías del bueno de Syd y haber estado a punto de perder mi tan preciada cordura en ocasiones. Lo suficiente como para acunar unas cuantas pesadillas.

Pero la señal de que todo vuelve a su sitio es muy sencilla: paso a paso, caminas otra vez a lo habitual. A la ausencia de dolor. Yo no me volví loco. El conjunto nos ha hecho duros. Y ahora somos más fuertes.

Ahora, con un caparazón duro, seguimos adelante. Syd me dice adiós con la mano y vuelve a su sitio. Y estoy seguro de que esta misma noche, tus últimos problemas ya están haciendo la maleta.

Pienso en el equipaje: casi tres años de recuerdos, una cifra en mi brazo derecho y un futuro por hilar. Todo se mantiene. Y un día, cuando volvamos a viajar a este punto, no veremos una carretera secundaria que nos desvío del camino. Será el bache que no pudo con nosotros.