martes, 31 de enero de 2012

Siempre odié el tomate...

El tomate asesino me miró con furia. Con los ojos inyectados en sangre. Nunca pensé que mi destino fuera morir devorado por una hortaliza gigante, como en una película de serie B. Pero aquí estoy. Por cierto, siempre odié el tomate.

El público enloquece y rasga el silencio que ha producido el momento de gloria de mi atacante. Ahora me sonríe con fauces de cocodrilo, sabiendo que seré su cena. La masa vuelve a quedarse muda. Llega el maestro de ceremonias y pasa dentro del improvisado cuadrilátero.

Tiene cabeza de cabra. El peyote no me permite saber si es una máscara. Todo es rojo, negro y amarillo. Su cuerpo aparenta ser el de un hombre de mediana edad. Está vestido impecable con un traje de lino. Una broma macabra que todavía no encajo. Sigo respirando.

Mira su reloj. Parece tranquilo. El mío se paró antes, en plena persecución. Marca las tres y cuarto de la mañana. Han debido pasar un par de horas, pero aprisionado bajo el peso del tomate gigante, parece que han pasado siglos. El cabrón se inclina ante mí. Siento cómo su aliento rancio se queda en mis fosas nasales. “Se acabó”, dice.

Dos costillas rotas, la camisa empapada en sudor y un ojo morado. ¿Qué más se podía esperar de una pelea que estaba ganada desde el principio? Ninguno de los presentes necesitaba apostar. Sus ojos de reptil se clavan en los míos.

Un nuevo personaje entra en el ring. Es la chica que anuncia los asaltos. Una muñeca de porcelana. Pero no lleva un cartel. Trae un cojín de terciopelo rojo con una Biblia y un Revolver.

La muchacha se acerca al hombre cabra. El libro es para él. El arma para mí. Una sola bala. Mi nombre grabado en ella. El tomate deja escapar una risa sardónica, facilona y vacía. Sin alma. Igual que yo.

El maestro de ceremonias cita el libro de las revelaciones. No le hago caso. Estoy ocupado cargando el revolver con la mano que tengo libre. Será la primera y la última vez que utilice uno. El gusto a garrafón barato, clavado a mi paladar se mezcla con la sangre. Suficiente alcohol como para tumbar a Hemingway. Pero me siento completamente lúcido.

Papá siempre me lo dijo. De sopetón, entra en mi cabeza con la colilla de un cigarro abrasándole los labios. Como el pastor del que ahora habla la cabra, cuidando de su rebaño. “Hijo, algún día serás una persona importante”. ¿Tuve tiempo alguna vez de serlo? Siempre odié el tomate.