lunes, 13 de agosto de 2012

En el suelo de Carlow


A veces todavía me acuerdo. Pinceladas que vuelven al fondo de mis retinas casi siempre en pleno verano. De los campos tan verdes, las caminatas, los nombres… Las caras. No queda mucho salvo por lo que permanece en esa tela con agujeros que es mi coco. Y hace muy poquito se cumplieron diez años de aquella experiencia: mi primer viaje solo. Destino Irlanda.

Entre esa maraña de recuerdos, a veces inconexos, está la víspera. Los nervios de madrugada, cuando aun vivía en Iñigo Arista. Viendo Furia de Titanes. La mala gana del momento, ante la obligación de ausentarme para "perfeccionar" el inglés. El año de mi primer concierto, de mi escape forzado del colegio para entrar al insti... 

El 2002 sigue siendo aquel año distante en el que un reproductor de mp3 era un sueño y la preocupación de pasear con un discman de dimensiones vergonzantes era menor. El mismo sueño imposible en el que ser adolescente y tener un móvil era casi impensable. Yo conseguí el mío por mi salida, por cierto. Y me lo robaron a días escasos días de largarme.

No puedo decir que sea un explorador nato, la verdad. Nunca he sido intrépido y he procurado meterme en pocas broncas, aunque a lo largo de los años he recibido un par de puñetazos. Sí que puedo decir que ese viaje logró algo que la adolescencia no consiguió: que espabilase y me hiciese sociable.

Y es que mi hogar en el Condado de Carlow estaba a más de una hora a pata de la escuela y mis padres adoptivos nunca me llevaron en coche a clase, algo que ahora les agradezco. Carlow era (y supongo que seguirá siendo) un sitio chiquitín. Al menos a simple vista. Tras perderme varios cientos de veces, decidí descubrir por mi cuenta: el río, el centro, la catedral… Lo que estuviera en los límites explorables, teniendo en cuenta que mi primera vuelta del cole se zanjó con un amable señor pelirrojo que me llevó en coche a la puerta de los Mc Neil, mi familia de acogida. Había terminado dos pueblos más allá de mi casa. El despistado nace. Y hay quién tendrá mucho que contar sobre mi legendaria capacidad para perderme.

También fue el verano en el que a mis dieciséis, comencé a comportarme como un joven sano, con amigos. Hasta entonces era una rata de biblioteca. Salía de vez en cuando. Mi primera noche de marcha data de ese agosto (aunque la carroza se llevara a Cenicienta a las once de la noche). También me ofrecieron maría en un parque de Dublín. Un tío lechoso con gorra negra. La rechacé amablemente a pesar de que en mi cabeza empezaran a correr historias de Yonkis desdentados bajo un puente. Todo muy ingenuo, vaya. Lo que se podía esperar de alguien que había pasado doce años de su corta vida en un colegio de curas.

¿Qué hay de especial en todo esto? Nada, supongo. Pero algo de ese viaje y esos días, empezó a germinar en ese mismo momento. Y el Pablo del 2012, da las gracias a sus padres por esa oportunidad. Ya sin la boca pequeña.

La vida da cientos de vueltas, aunque a los dieciséis no te lo terminas de creer. Empecé una carrera y tuve que abandonar el barco, toqué rock. Los amigos vienen y van. Las ilusiones también. Para mí, muy pocas cosas se han mantenido desde entonces. Pero una de ellas, sin duda, es el inglés. Hoy Pablo no es el director de cine que imaginaba entonces. Pero ahora es profesor de inglés. Y es bueno en su trabajo porque le gusta. And that´s priceless.