A veces todavía me acuerdo. Pinceladas que vuelven al fondo
de mis retinas casi siempre en pleno verano. De los campos tan verdes, las
caminatas, los nombres… Las caras. No queda mucho salvo por lo que permanece en
esa tela con agujeros que es mi coco. Y hace muy poquito se cumplieron diez
años de aquella experiencia: mi primer viaje solo. Destino Irlanda.
Entre esa maraña de recuerdos, a veces inconexos, está la
víspera. Los nervios de madrugada, cuando aun vivía en Iñigo Arista. Viendo
Furia de Titanes. La mala gana del momento, ante la obligación de ausentarme
para "perfeccionar" el inglés. El año de mi primer concierto, de mi escape forzado
del colegio para entrar al insti...
El 2002 sigue siendo aquel año distante en el que un
reproductor de mp3 era un sueño y la preocupación de pasear con un discman de
dimensiones vergonzantes era menor. El mismo sueño imposible en el que ser
adolescente y tener un móvil era casi impensable. Yo conseguí el mío por mi
salida, por cierto. Y me lo robaron a días escasos días de largarme.
No puedo decir que sea un explorador nato, la verdad. Nunca
he sido intrépido y he procurado meterme en pocas broncas, aunque a lo largo de
los años he recibido un par de puñetazos. Sí que puedo decir que ese viaje
logró algo que la adolescencia no consiguió: que espabilase y me hiciese
sociable.
Y es que mi hogar en el Condado de Carlow estaba a más de
una hora a pata de la escuela y mis padres adoptivos nunca me llevaron en coche
a clase, algo que ahora les agradezco. Carlow era (y supongo que seguirá
siendo) un sitio chiquitín. Al menos a simple vista. Tras perderme varios
cientos de veces, decidí descubrir por mi cuenta: el río, el centro, la
catedral… Lo que estuviera en los límites explorables, teniendo en cuenta que
mi primera vuelta del cole se zanjó con un amable señor pelirrojo que me llevó
en coche a la puerta de los Mc Neil, mi familia de acogida. Había terminado dos
pueblos más allá de mi casa. El despistado nace. Y hay quién tendrá mucho que
contar sobre mi legendaria capacidad para perderme.
También fue el verano en el que a mis dieciséis, comencé a
comportarme como un joven sano, con amigos. Hasta entonces era una rata de biblioteca. Salía de vez en cuando. Mi primera
noche de marcha data de ese agosto (aunque la carroza se llevara a Cenicienta a
las once de la noche). También me ofrecieron maría en un parque de Dublín. Un
tío lechoso con gorra negra. La rechacé amablemente a pesar de que en mi cabeza
empezaran a correr historias de Yonkis desdentados bajo un puente. Todo muy
ingenuo, vaya. Lo que se podía esperar de alguien que había pasado doce años de
su corta vida en un colegio de curas.
¿Qué hay de especial en todo esto? Nada, supongo. Pero algo
de ese viaje y esos días, empezó a germinar en ese mismo momento. Y el Pablo
del 2012, da las gracias a sus padres por esa oportunidad. Ya sin la boca
pequeña.
La vida da cientos de vueltas, aunque a los dieciséis no te
lo terminas de creer. Empecé una carrera y tuve que abandonar el barco, toqué
rock. Los amigos vienen y van. Las ilusiones también. Para mí, muy pocas cosas
se han mantenido desde entonces. Pero una de ellas, sin duda, es el inglés. Hoy
Pablo no es el director de cine que imaginaba entonces. Pero ahora es profesor de
inglés. Y es bueno en su trabajo porque le gusta. And that´s priceless.