martes, 18 de junio de 2013

Una historia de mierda.


Tarde. Serán las siete y estoy solo en la academia. Fue uno de esos escasos días abrasadores de la semana pasada. Antes de entrar mi último alumno de la tarde voy al baño a beber un poco de agua. Vuelvo a mi aula.

Suena el timbre y llega: desgarbado, bigotillo y con un entrecejo que puede parecer pintado de lo negro que es. Adolescencia plena. Poesía pura en la expresión (oral y escrita). Deja la mochila sin ganas y me pide ir al baño. Cómo no...

Las tablas te dan olfato suficiente para saber cuando dejas de ser el profesor. Si hay suerte, a veces, pasas a ser el profesor enrollado, pero lo más común, con los de dieciseis es que seas el profesor cabrón, hijo de puta o coñazo. La empatía y las ganas de enganchar con el prota de la peli de hoy se perdieron hacia el minuto diez de la segunda clase. Lleva ya meses en mis manos.

Sin entrar en detalles, pasado un buen rato me entran unas terribles ganas de mear (normal después de los seis vasos de agua en cinco clases). Me disculpo, le pongo un ejercicio y vuelvo al baño.

Ya en el pasillo, y mucho más en la puerta del water, noto el inconfundible olor de algo que confirmo nada más entrar: orgullosa, serena como una isla del Pacífico, encuentro flotando la mierda del coleguita. Sí, el muy cabrón se ha olvidado de tirar de la cadena después de hacer de tripas corazón. Lo que a mi se me olvidan son las ganas de mear. Y el buen rollo.

Con un cabreo guapo, bajo rápido la tapa del water para no ver más el producto interior bruto de mi alumno. Tiro de la cadena y vuelvo a mi aula con la rapidez que sólo puede darte la mala hostia de verdad.

Ya en clase, la cordialidad inesperada del chaval, la insolita batería de preguntas sobre un ejercicio tirado de condicionales, despliegan una tensión, un drama, que sólo tiene la siguiente explicación: que por lo que sea, por ciencia infusa, por mi cara de poker al volver, se ha acordado de que no ha tirado de la cadena. Y que igual que yo sé que no ha podido ser otro que él, él sabe que yo lo sé. Y que la ha cagado. Pero literalmente.

Mierdas a parte, podía haber tenido el mango de la sartén bien cogido gracias al descubrimiento del descuido. Decido ser bueno. La clase estaba haciéndose larga ya sin haber rozado este extremo. Pasan veinte minutos tensos, de western. Se va. Y para su siguiente clase vuelvo a perder la autoridad que otorga saber y manejar un secreto tan incómodo como ese. Vuelvo a ser el muermo de inglés.

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